“Dedito por dedito”

A mi padre Jorge Freire,

“Dedito por dedito”

Padres hay de todos los tipos, clasificándolos bajo nuestro lente, transitan entre muchas tonalidades que van desde un claro traslúcido semejante al agua, donde uno desearía apagar una inclemente sed, hasta un oscuro intenso, donde nos sentimos impedidos para avanzar, como la penumbra que  nos persuade a no transitar ciertos caminos.

Hay padres presentes, amorosos, vivos y responsables; otros son distantes, ausentes, lejanos, dejados o muertos.  Calculamos su presencia en nuestra vida, su influencia, su amor y ante todo nuestro amor hacia ellos, dadas un sin número de circunstancias. Y siempre  estamos aquí, siendo hijos e hijas inevitablemente, buenos o malos, solo Dios lo sabe …

Hace un par de días visité un acogedor taller de pintura y manualidades, cuando sorpresivamente fui atrapada por mi memoria sensorial, la cual en pocos segundos, me transportó a mi primera infancia. Viajé a un lugar en donde muchos pinceles –principalmente de pelos de marta–, se aglutinaban en recipientes de vidrio, que en su mayoría eran frascos reutilizados de una reconocida marca de café, mientras los lienzos extendidos sobre caballetes, se servían a merced de los óleos y de las manos de mi padre.

Estas imágenes me inundaron la nariz de ese olor tan particular del aceite de linaza que me resulta tan familiar y extremadamente agradable. Este cuarto del taller que visité, no olía a aceite de linaza, sin embargo sentí como si ese olor me hubiese atravesado las fosas nasales y en esa pequeña fracción de tiempo, nadara cálido dentro de mis pulmones.

Me quedé inmovil, todo a merced del recuerdo de mi niñez, pero sobre todo estaba paralizada al revivir tan intensamente el recuerdo de mi padre, su taller de pintura y la huella indeleble de su amor. Y como en esos momentos que me resultan conmovedores: lloré. Y no hablo de un llanto descomunal, solo fueron unas cuantas lagrimas, de esas que se asoman sin previo aviso y denotan una fuerte emoción. Lagrimas discretas, de esas que he visto luchar en su caída en los ojos de algunos hombres y que inundan con frecuencia los ojos de mujeres que se resisten y pretenden “no llorar”.

Mi reloj se detuvo, inmersa en esa buena impresión, lo que fueron segundos, me parecieron una porción gruesa de tiempo. “Muy astuto es el cerebro, pero más sabio es el corazón que puede teñir de amor, un viejo o descolorido recuerdo”.

Anudado a la experiencia del taller, volvió a mí como una tibia cobija en las noches frías, uno de los recuerdos más viejos que tengo, un recuerdo de mis primeros años. No es un recuerdo pomposo, envuelto en una experiencia compleja o extraordinaria, es un recuerdo producto de lo esencial, envuelto dulcemente en lo cotidiano. Y siendo objetiva, es mi recuerdo preferido de toda mi infancia.

Tendría unos tres o cuatro años, vivíamos en un apartamento que tenia una puerta corrediza de vidrio en la sala, que hacia las veces de un ventanal muy grande con vista a un pequeño solar. Mi padre me alzaba junto al lavamanos para lavarme las manos, porque con esa pequeña estatura, de seguro era una proeza tal simpleza. Y dedito por dedito me lavaba las manos, sin afán, sin prisa, con total cuidado, como si fuese una tarea compleja, tal vez lo hizo como si esculpiera una de sus esculturas. Mientras me lavaba las manos, pude ver su rostro, y en ese momento tan simple y elemental, haciendo uso de mi basta experiencia sobre la vida, juzgué con criterio absoluto y maduro, que mi padre me amaba y no solo un poco, sino demasiado.

En ese instante sentí un amor indeleble por él, tanto así, que ese recuerdo me hace arder los ojos de cuando en vez, quedando presa en medio de una ternura que solo unos pocos pueden entender. Amo a mi padre, al artista, al que ha puesto en mis venas esa porción creativa que emerge y ebulliciona en mi sangre. Se asoma un halo de orgullo en mi rostro cuando hablo de su talento.

Porque sólo ahora reconozco que esos sagrados años de inicio, son mágicos, son cruciales y definitivos sobre la percepción del amor, sin quererlo, ese amor paternal, resulta ser influyente y decisivo. Entonces en medio de las circunstancias y las historias, me quedo con la mejor porción, al saber que mi padre me amó enormemente cuando crecí esos pocos años a su lado y al sentir que ahora siendo una mujer adulta, aún me ama, aunque no sé si tanto como en aquella época, si un poco menos o mucho más. Intrépido calcularlo, pero es que los hijos somos atrevidos, muy osados en cuestionar la cantidad del amor paterno … cómo medirlo? cómo saberlo? .

Necesitamos entender y aprender muchas cosas de la vida, mucho más cuando somos hijos sin ser padres aún. Procurando entender que algunos padres luchan consigo mismos, con sus limitaciones para volcar tanto amor, tal vez por llevar a cuestas un pesado orgullo, mil dolores y un par de fracasos.

Pienso en unos queridos amigos, unas preciosas amigas y unos amados parientes, que sólo requirieron de su padre biológico el hecho de engendrarlos. Elevo un simbólico “gracias” a sus padres por el grandioso aporte a tales personas, lastima que consideraron el hecho de la concepción como “su mejor aporte”, lastima por ellos, se han perdido de contar en su vida con unos seres magníficos y han perdido esos créditos que recompensan una crianza amorosa y dedicada. “A nadie le enseñan a ser padre, solo los mejores hombres lo aprenden sinceramente”.

Por eso hoy,  le digo a mi padre que lo amo totalmente, tanto como en aquella decisiva ocasión en Quito Ecuador, cuando la luz se filtraba muy tenue por esa pequeña ventana del baño, llenando el espacio de un ambiente casi azul, justo cuando él me lavaba las manos sin ninguna pretensión de cambiar mi vida, yo con mi escasa edad y mínima altura física, supe sin duda alguna que él y yo nos amábamos…

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